viernes, 25 de enero de 2013

Escribiendo cine: Los cañones de Navarone, Jack Lee Thompson.


Basada en el libro del mismo título de Alistair MacLean publicado por Planeta.
 
Escalar una pared mojada para ser los visitantes de lo inesperado, puede ser un viaje hacia las reglas de una guerra que nunca deja prisioneros. La misión para unos alpinistas que intentan llegar a los mismos ojos de la muerte es una excursión hacia un pueblo que ríe, llora y siente para poder alcanzar una libertad que se esconde en las áridas montañas de la clandestinidad. Y tal vez un risco pueda convertirse en un peñón de rebeldía, en una barrera levantada para que la victoria no sea sólo el rastro de una sangre derramada, de una tortura en carne viva, de un continuo engaño en el que se dejan atrás las huellas de una amistad y se comienza a saber de qué están hechos los valientes.
No cabe duda de que, en el excepcional reparto que integra esta película, hay un nombre que destaca por derecho propio y es el de Anthony Quinn. Desde su rabiosa resistencia al invasor, encontramos al iracundo, al hombre de recursos, al temerario, al tipo que parece que no tiene corazón pero que tal vez lo esconda en el interior de una bala.
Alrededor de él, no cabe duda de que Gregory Peck es el caballero alpinista perfecto, de que David Niven es el mejor experto en explosivos posible, entre otras cosas porque tiene un acusado sentido de la justicia, de que Irene Papas es buena actriz hasta cuando no actúa, de que James Darren cumple a la perfección con su papel de asesino sin aristas y de que Anthony Quayle, siempre eficaz, es la última pierna sobre la que se sostiene todo el entramado de una misión que, de imposible, puede llegar a ser una realidad.
El guión y la producción es de Carl Foreman, uno de los perseguidos por las “listas negras” de Hollywood que aquí llegó a reconciliarse con la industria al decantarse por un cine de evidente comercialidad pero hecho siempre desde las premisas de la calidad.
Reunir a un reparto así no es fácil y menos aún escribir un guión en el que cada uno de ellos tenga su momento de lucimiento y bravura. Los rieles de lo épico parece que se extienden a lo largo de toda la historia y quizá, podemos darnos cuenta de que hacer que un pueblo sea libre no tiene su precio en la pérdida de vidas humanas, sino en la verdadera creencia de que lo que se está haciendo es justo.
Por el abrupto terreno de los héroes, siempre hay algún agujero para la traición. O incluso algún gramo de dinamita para la duda. Y eso lo saben los hombres que se esconden en cuevas para ocultar sus sonrisas de libertad. Por el camino, puede que haya resquicios de furia contenida, de certezas supuestas, de vinos que parecen melodías. El invasor nunca sabe que el orgullo es para quien ha sido ya derrotado. Así que es el momento de mirar bien para saber quién está a nuestro lado. De escrutar los rincones de una personalidad que no contempla la rendición. De conocer, en todo momento, que la propia vida puede estar en la boca de unos cañones que deben ser destruidos para que otros puedan seguir luchando.
 

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