viernes, 21 de septiembre de 2012

Escribiendo cine: El exótico Hotel Marigold, John Madden

Basada en el libro del mismo título de Deborah Moggach y publicado por La Esfera de los Libros. 

 Un grupo de jubilados se proponen hacer que no haya final en el camino. En otro país, con otras costumbres, con otro ritmo, es posible que exista alguna ilusión aguardando, como una comida a la espera de ser engullida. Las arrugas marcan sus rostros cansados, desolados por una vida que ha pasado por delante de ellos sin detenerse, sin instantes de gloria, sin sueños cumplidos. Y dentro de todos y cada uno de los protagonistas existe el pánico a repetir interminablemente el mismo día. 
Uno de ellos no tiene carisma, es un completo inútil para la conversación. Sueña con conquistas y con probarse a sí mismo que tiene el mismo vigor de su ya lejana juventud. Cree que la vejez es una lata que solo se puede vencer con el perfume de una mujer. Y si no es así, entonces ya no tiene un sitio en el mundo. Ni siquiera en el fin del mundo. Es Ronald Pickup, haciendo de la torpeza, un baile, y del ridículo, una visita insistente. En el lado de las mujeres, la amargura parece haberse cebado en una de ellas. No ha tenido ni una sola satisfacción en su vida y eso la empuja a humillar a quien tiene más cerca. El miedo la maniata y no tiene ganas de participar en nada que se le pueda ofrecer. Y cuando tiene ganas, una nueva decepción asalta su mirada llena de interrogantes y maldiciones. Es Penelope Wilton, que quiere regresar al principio porque así cree que podrá volver a empezar. 
Su marido es la típica presencia gris que nunca destacó en nada. Ni en cariño, ni en la vida. Jamás se atrevió a mirar de frente y para él la vida consiste en aprovechar lo que se tiene aunque se tenga poco. No pierde la compostura. El respeto, para él, es sagrado. 
La inseguridad, también. Es Bill Nighy, encaminando sus pasos hacia una decisión vacilante y hacia una duda decisiva. 
Una mujer aún cree que puede ser atractiva, cree que puede encandilar a alguien y está deseando que la vida sea una aventura divertida, algo alocada y tremendamente juguetona. Su lengua es larga y su mirar profundo pero prefiere esconderse en el siempre encantador cortejo descarado, agudo y leve, preferentemente con unos cuantos billetes de por medio. Es Celia Imrie, que sabe mirar para hacer reír. 
Un hombre de enorme éxito profesional ha sido un pozo de infelicidad. Una vez, en su juventud, se enamoró, pero la vida y el desprecio fueron separadores eternos de lo que más deseaba. Y ya no puede más. Quiere dedicar sus esfuerzos a saldar cuentas con el pasado y esbozar, aunque solo sea por última vez, una sonrisa de realización. Es Tom Wilkinson, atrayente, sereno, actor y galante. 
Una pobre anciana llena de prejuicios cree que la vida la ha despedido. La existencia la considera una inútil, un vejestorio sin sentido. Ella posee en sus ojos la desolación de haberse creído imprescindible. En su cansancio evidente, tiene el terror de temer el siguiente paso. Ella es Maggie Smith, y, señores, permítanme que haga una reverencia para esta actriz tan excepcional como única. 
Una mirada que penetra. Una sobriedad que se hace presente. Una seguridad que despierta adoración. Una viuda que no entiende demasiado su entorno pero que desea integrarse en él y madurar, ser independiente, ser dueña de sus propias decisiones, propietaria de sus locuras, de sus razonamientos y de su corto futuro. Es Judi Dench. Y no puedo evitar besar cada una de las arrugas de esta dama. ¿Me disculpan? 
Película para que la vejez sienta que al final todo tiene que acabar bien porque si no acaba bien, simplemente, no es el final, no se puede evitar estar contento, con sus fallos y sus aciertos, porque nos muestra que la arruga es bella, que la vejez también es ser joven y que siempre hay un mañana para dejar una huella en el recuerdo de los que quieran asistir a una comedia de otoño en un hotel exótico. 

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