viernes, 2 de marzo de 2012

Escribiendo cine: "La invención de Hugo" (Hugo, 2011), de Martin Scorsese.

"La invención de Hugo" (Hugo, 2011), de Martin Scorsese. Basada en el libro "La invención de Hugo Cabret", de Brian Selznick.





Un engranaje de ruedas dentadas es como ese rompecabezas vertical que siempre sabe cuál es la pieza que encajará dentro de un segundo. El tiempo se encarga de ponerlo todo en su sitio, haciendo que cada elemento tenga su misión, su lugar perfecto e inamovible, su reflejo en una ciudad que vive con venas de luz y manecillas de progreso. Pero el tiempo acelera los sueños, los ahoga y los hace desaparecer. Un sueño quiso ser vida y, de repente, la sombra del olvido apagó el haz de un proyector de cine.
Los autómatas de piel no dejan estela a su paso porque las prisas y la descortesía comienzan a ser el futuro. En medio de la nada, en un rincón de un lugar donde el humo y el tiempo parecen unirse en el techo, un hombre intenta conservar unas migajas de ilusión, un recuerdo sobre sí mismo, una certeza que no fue más que un fracaso. Como el vigilante tic-tac que guarda lo inesperado, un niño sobrevive porque es hijo del reloj, de la precisión y de la exactitud que otorga la ansiedad por la fantasía. Y así, como por arte de magia y celuloide, la escritura va a buscar la imaginación, el cine ensancha el camino y un mundo de posibilidades se abre a los ojos de la ilusión, de la ilusión perdida en las trincheras, de la ilusión perdida en el fuego, de la ilusión perdida de las imágenes inasibles, volátiles, efímeras y geniales.
El homenaje a la aventura del descubrir es un regalo para cualquier niño. En la crueldad sin remordimiento hay mil historias sin engrasar y un amor presentido en el aroma de las flores. La sencillez es una rutina que merece la pena ser contada y el tiempo, por una vez, comienza a tener ojos de infancia, encajando las piezas que corresponden, dando al fracaso un reconocimiento, dando a la tristeza un amanecer mágico.
Martín Scorsese nos lleva de la mano con planos geniales, reviviendo a Hitchcock en más de una ocasión, cogiendo la llave de Lang, colgándose del tiempo con Lloyd y con la mente puesta en aquellos pioneros que consiguieron traspasar los límites del pensamiento y poner en la pantalla desbordantes ríos de color a mano y de cuento. Cuando las luces se apagan, solo alguien muy especial puede volver a transmitir la habilidad del genio, su aptitud espacial, su diversión por el entretenimiento, sus ganas de servir a un nuevo arte que soñó desde la primera vuelta de manivela. Todos los que aman realmente el cine deberían ver esta película. Más que nada porque, más que nunca, quien ama el cine, ama la vida.
Bajo los decorados deslumbrantes de los míticos Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, corremos con Asa Butterfield para que vuelva a llenar nuestros corazones con la creencia de que la ficción es posible, con Ben Kingsley para que veamos en el fondo de sus ojos la razón de la experiencia y el fulgor de los fotogramas. Detrás de la cámara, un director de fotografía como Robert Richardson sabe hablarnos con la belleza cazada y el goce comienza a instalarse porque, cada vez que vamos al cine, esperamos a la emoción a la vuelta del siguiente plano. Y Martín Scorsese lo consigue con sus transiciones deslumbrantes, con su virtuosismo de niño que creció con el cine, como un librero que presta incunables, como un inconfundible olor a madera, a calor de película, a sonrisa de quien lo ha visto todo y quiere volverlo a hacer con fulgor en la mirada y esperanza en la narración. Es el material con el que están hechos los grandes directores.
Cine, libros, imaginación fantasía, realidad...Todo se mezcla con particular maestría en una película que no tiene reloj, como la obra de los grandes hombres que intentaron capturar nuestras miradas con un invento del diablo, propio de brujos modernos, que alguien osó llamar cinematógrafo. Pasen y vean. Tal vez el tren, esta vez, sí se salga de la pantalla.




César Bardés

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